jueves, 4 de febrero de 2010

La globalización capitalista



La crisis que ha cobrado cuerpo, con inusitado rigor, a partir de 2007 ha puesto de relieve las muchas miserias - nos han atraísdo con profusion en obras anteriores - que acompañan a la globalización capitalista. La mayoría de esas miseras hunde sus raíces en dos fenómenos decisivos: si el primero es la primacía rotunda de la especulación en las relaciones económicas contemporáneas, el segundo lo aporta una general desregulación que se ha orientado a propiciar la desaparición de toda norma que establezca alguna restricción en el funcionamiento de los capitales. A lo anterior se han sumado otros procesos muy delicados, y entre ellos una espectacular aceleración en las fusiones de esos capitales, una ambiciosa deslocalización que, a través del traslado de empresas enteras a otros escenarios, busca las más de las veces la explotación de una mano de obra barata y, en fin, un notable crecimiento en las capacidades de las redes del crimen organizado.

En su despliegue histórico, lo que hemos dado en llamar globalización capitalista se ha visto acompañado de fenómenos muy delicados. Es el caso, por lo pronto, de una general pérdida de influencia de los ciudadanos y de un progresivo vaciamiento de capacidades de los poderes políticos tradicionales. Pero lo es también de crecimiento formidable de las ciudades, de la inseguridad alimentaria, de las corrientes migratorias, de desigualdades sociales en ascenso, de agresiones medioambientales muy notables y de conflictos - bélicos y no bélicos - cada vez más notables y numerosos. En esta dimensión, la globalización en curso, claramente controlada desde el Norte rico y sus empresas transnacionales, muestra una inequívoca línea de continuidad con el imperialismo y el colonialismo de siempre. Como estos, ha ratificado una situación marcada por lacerantes desigualdades saldadas con un crecimiento sensible en el número absoluto de personas que viven en situación de pobreza.

En otra dimensión, la globalización ha aspirado con descaro a gestar una especie de paraíso fiscal de escala planetaria, de tal suerte que los capitales, y sólo los capitales, puedan moverse a a su antojo, sin ninguna restricción, arrinconando a los poderes políticos tradicionales y desentendiéndose por completo de cualquier consideración de cariz humano, social o medioambiental. Con semejantes mimbres era inevitable que condujese a un escenario de crisis indeleblemente marcado por un caos general y que anulase el despliegue de la innegable capacidad de adaptación a los retos más dispares que el capitalismo demostró en el pasado; la pérdida, en otras palabras, de los mecanismos de freno bien puede haber dado al trastre con el propio capitalismo. Raro hubiera sido que en ese escenario se hubiesen mantenido ficciones insostenibles. No se olvide que la parte de los beneficios empresariales en las rentas nacionales creció notablemente entre 1980 -un 10 por cierto- y 2004 -un 14 por ciento-, mientras los beneficios de las empresas se multiplicaban, claro, espectacularmente. Los de las incluidas en el índice bustail Standford & Poor´s 500 lo hicieron en un 20 por ciento en 2004, y en un porcentaje similar el año anterior, en tanto los de las incluidas en Standford & Poor´s 350 se acrecentaron en un 78 por ciento en 2004. Hoy sabemos que tales desvaríos, a menudo acelerados por lamentables intervenciones públicas en provecho de los especuladores, han acabado por afectarnos a todos. Si ello es evidente, en la forma de un descenso visible en el crecimiento, en el caso de una economía, la norteamericana, lastrada por déficits varios, también lo es en los de China, que experimenta en estas horas una desaceleración en la estela de lo que ocurrió en Japón en el decenio de 1990, y la Unión Europea.

Ningún dato invita a concluir, por otra parte, que la globalización haya tenido efectos saludables en materia de reducción de la pobreza. Hoy en día el 20 por cierto más rico de la población mundial corre a cargo del 86 por ciento del consumo, mientras al 20 por ciento más pobre le corresponde un escueto 1,3 por ciento. El patrimonio de las tres fortunas mayores del planeta equivale al producto interior bruto total de los 48 Estados más pobres, mientras el de las 200 personas más ricas alcanza un monto semejante al del 41 por ciento de la población del globo. Por añadidura, 1.200 millones de personas viven en condición de pobreza extrema, con menos de un dólar diario, y más de 3.000 millones se ven obligados a sobrevivir con menos de dos dólares al día. Las diferencias en términos de ingresos entre el 20 por ciento mejor situado de la población mundial y el 20 por ciento peor emplazado han crecido entre tanto, espectacularmente: si eran de 30 a 1 en 1960 y de 60 a 1 en 1990, hoy se emplazan cerca del 80 a 1.

La primacía de la dimensión especulativo-financiera en la globalización en curso -en los últimos años las operaciones de naturaleza estrictamente especulativa han movido sesenta veces más recursos que aquellas que implicaban la compraventa efectiva, material, de bienes y servicios- no debe alimentar la ilusión óptica de que las secuelas medioambientales han resultado ser menores. Aunque el capitalismo industrial ha perdido peso relativo, su presencia absoluta no ha dejado de acrecentarse. En los veinte últimos años la actividad industrial ha crecido un 17 por ciento en Europa y un 35 por ciento en Estados Unidos, mientras se incrementaba de manera espectacular en China y la India. Conviene recelar también de la idea de que el capitalismo cognitivo no hace uso de recursos materiales. Si la fabricación de un ordenador exige 1,8 toneladas de aquéllos, un empleado del sector terciario reclama 1,5 toneladas equivalentes de petroleo (TEP) por año, esto es, un tercio de lo que consume anualmente, en su vida cotidiana, un ciudadanos medio de la Unión Europea y más de lo que consumía un campesino en 1945, en un escenario en el que la "economía de lo inmaterial" agrava, además, las fracturas sociales. A todo ello se suma el gasto energético vinculado - no lo olvidemos - con el tráfico internacional de mercancías. "Globalmente, la sociedad mundial nunca ha sido tan industrial como hoy", concluye Serge Latouche.

Permítasenos agregar que la globalización capitalista es, por añadidura, un proyecto visiblemente etnocéntrico, condición bien retratada, en una de sus aristas interesantes, por Michel Farillon: "La mayoría de los dectractores de la globalización comparte con los partidarios de ésta la idea de que el mundo occidental es portador de valores universales: el progreso, la razón, la ciencia, la democracia, los derechos del hombre. Lo que importa -se nos suele decir- es que de todo ello se beneficie el conjunto de la humanidad. Frente a ese ejercicio de etnocentrismo hay que recordar, con el mentado Latouche, que romper con la occidentalización implica abandonar el camino del desarrollo, incluido el sostenible, dejar de lado el imaginario económico y economicista, y salir, por ende, del universalismo occidental.

Extracto del libro En defensa del decrecimiento: sobre capitalismo, crisis y barbarie de Carlos Taibo. Capítulo 1: Amenazas.

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